Mucho se habla de que las marcas son un vehículo de transmisión cultural y que enteran la proyección de identidad social de una persona, la que la expresa desde lo que consume. En una sociedad materialista, el consumo asume ese rol, el de expresar quién soy y en qué creo.

Las empresas hacen enormes esfuerzos para que esos consumidores porten su marca con orgullo y como signo de adhesión a los valores que con esfuerzo sus compañías profesan (y uno que otro también la practica), queriendo ganar ese espacio, el de expresar algo y ser portavoces de ese grupo de consumidores.

Eso, contando con que las personas entienden el consumo como un bien sólido y que se aferren a ese objeto en un espacio de tiempo de relativa permanencia. Pero ¿qué pasa cuando constatamos que las nuevas generaciones no quieren ser dueñas de esos bienes?, ¿qué hace una marca cuando su consumidor prefiere ser usuario no permanente de sus valores?.

Todo parece indicar que estamos regidos por una cultura que está en la máxima expresión del postmodernismo, espacio en donde todos los referentes, en todas sus expresiones y con todos los manifiestos son validos al mismo tiempo. Estamos insertos en una liquidez sin fronteras, en una fluidez y liberación de todo aquello que se parezca a un estereotipo heredado de otras épocas.

 El valor de la flexibilidad y el poder mutar entre estilos de vida y convicciones hace que el consumo sea cada vez más funcional. Provoca que el acceso a los bienes prime por sobre su propiedad y que definitivamente no exista el compromiso permanente de un consumidor sobre un solo valor que los estigmatice en sociedad. 

En Marketing estamos ante una encrucijada. Por un lado estamos frente a consumidores fragmentados en que un solo individuo es por si un universo de múltiples segmentos de un mismo mercado, y por el otro estamos frente a estrategias de marketing que se basan en una centralidad de su marca para provocar valor.

Tal como no hay un sola forma de ser postmoderno, no hay una sola forma correcta de salir de esta aparente contradicción.

Una de las preguntas quizás para salir de este problema estratégico es pensar que hay por arriba de los valores de una marca, y a su vez, que es capaz de contener a ese consumidor multi-segmento y líquido. En otras palabras, ¿qué puede reunir a una marca y a un grupo de consumidores sin estancarlos y reconociendo sus necesidades de ser dinámicas y fluctuantes?

Existe una corriente en la literatura académica que aporta la idea de que las marcas y los consumidores convergen a razón más permanente en una ideología que en un valor, en una mirada de mundo que se abre a un conjunto de valores más que a uno solo de ellos.

Hablar de ideología es meterse en territorios poco recorridos en branding, pero cuando una marca se define en ciertos valores, principios y filosofía corporativa, ¿no es acaso una forma de declararse en una ideología?, ¿no es proponer una forma de mirar el mundo?.

 Las ideologías abrazan creencias, formas de actuar sobre asuntos permanentes en la sociedad, es una postura ante las cosas a razón previa incluso de un asunto. La ideología de una marca puede en ese sentido abrazar múltiples valores e incluso diferentes contextos sin tener la necesidad de cambiar su discurso.

Sebastián Goldsack Académico Facultad de Comunicación Universidad de los Andes

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